Cerca de las dos del mediodía, como de costumbre desde hace muchos años en verano, cogí un libro y la toalla y baje a la playa. Hoy el sol pegaba de verdad, la temperatura era alta, estuve un rato tendido en la toalla leyendo, más o menos a los veinte minutos, deje el libro y me puse a ver el panorama que me rodeaba.
Todo el mundo estaba apelotonado en la orilla, pues es donde se esta más fresquito, en la arena seca parece que uno se encuentra en el Sahara, sólo alguna jovenzuela con ganas de coger color rápido o morir de una insolación se pone en esa zona. Pero algo ha cambiado, se aprecia, se nota.
Me fije en un grupo de mujeres de todas las edades, no había hombres ninguno. Las mayores, la abuelas y las nietas, muy pequeñitas, tenían actitudes normales en la playa, las de toda la vida; las nietas metiéndose en el mar, sin querer salir, revolcándose en la arena; las abuelas, limpiando los artilugios de las pequeñas en el agua, protestando del jaleo que le dan pero contentas de tener a la tribu junto a ellas. Las madres tenían algo anormal, antes nunca se las veía así.
Eran madres con un teléfono móvil en la oreja. En esto sobresalía la más joven de las madres, llamó sentada, llamó paseando por la orilla, no lo soltaba, por lo menos cuatro intervenciones telefónicas. Es preciso indicar que no estuve más de cincuenta minutos en la playa.
¿Es preciso tener un móvil en la playa?, siempre hemos estado sin él, no pasaba nada, no se hundió el mundo. Es un reflejo de la sociedad que estamos creando, consumista y dependiente, donde no nos relajamos ni en la playa, donde las tecnologías nos controlan. Lo malo será y me da pena, es que esas criaturas pequeñitas, aprenderán a ser dependientes al teléfono móvil, al ordenador, y cuantas cosas más, o sea serán menos libres.
Me fuí al agua, el móvil nunca me podrá, a lo mejor alguna otra cosa sí, pero nunca lo conseguirá el móvil, ¿o sí?.
Todo el mundo estaba apelotonado en la orilla, pues es donde se esta más fresquito, en la arena seca parece que uno se encuentra en el Sahara, sólo alguna jovenzuela con ganas de coger color rápido o morir de una insolación se pone en esa zona. Pero algo ha cambiado, se aprecia, se nota.
Me fije en un grupo de mujeres de todas las edades, no había hombres ninguno. Las mayores, la abuelas y las nietas, muy pequeñitas, tenían actitudes normales en la playa, las de toda la vida; las nietas metiéndose en el mar, sin querer salir, revolcándose en la arena; las abuelas, limpiando los artilugios de las pequeñas en el agua, protestando del jaleo que le dan pero contentas de tener a la tribu junto a ellas. Las madres tenían algo anormal, antes nunca se las veía así.
Eran madres con un teléfono móvil en la oreja. En esto sobresalía la más joven de las madres, llamó sentada, llamó paseando por la orilla, no lo soltaba, por lo menos cuatro intervenciones telefónicas. Es preciso indicar que no estuve más de cincuenta minutos en la playa.
¿Es preciso tener un móvil en la playa?, siempre hemos estado sin él, no pasaba nada, no se hundió el mundo. Es un reflejo de la sociedad que estamos creando, consumista y dependiente, donde no nos relajamos ni en la playa, donde las tecnologías nos controlan. Lo malo será y me da pena, es que esas criaturas pequeñitas, aprenderán a ser dependientes al teléfono móvil, al ordenador, y cuantas cosas más, o sea serán menos libres.
Me fuí al agua, el móvil nunca me podrá, a lo mejor alguna otra cosa sí, pero nunca lo conseguirá el móvil, ¿o sí?.
RAMON SANCHEZ HEREDIA
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